A cien años del nacimiento de Javier Villafañe, el arte del titiritero que recorrió los caminos de América en un carromato se renueva en sus herederos.
Por qué un títere, que no es ni más ni menos que un muñeco, puede conmovernos profundamente? ¿Qué es lo que tiene que lo hace humano sin serlo? O mejor: ¿qué secretos esconde el arte del titiritero que una y otra vez, en un pueblo perdido al que se llega por caminos de tierra, en el patio de un colegio o en el teatro de una gran ciudad, convoca a niños y adultos a reunirse en torno a historias y personajes que suelen calar hondo en el corazón de los espectadores?
Recordar a Javier Villafañe, a cien años de su nacimiento -un 24 de junio de 1909-, no es sólo evocar al titiritero que creó La Andariega, un carromato con títeres con el que recorrió los caminos de América; es también reflexionar sobre el arte de este mago que les daba tanto aliento a sus muñecos que siempre había un momento en que el títere dejaba de obedecer a la mano que lo conducía para cobrar vida propia e imponerse, incluso, al propio titiritero. Ariel Bufano, discípulo dilecto de Villafañe, nos contaba en sus clases del Teatro Labardén, en la vieja casona de Garay y Solís, que el títere emociona porque el público no espera que un muñeco lo conmueva. Y cuando el titiritero ama a su títere, cuando lo conoce de verdad, cuando el personaje no está animado únicamente por una mano diestra sino que es el alma del titiritero y su cuerpo lo que lo conduce, la interacción es tan potente que ya no se distingue entre uno y otro.
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